Hace un mes más o menos me desperté domingo como a las 8 de la mañana. Todo normal. Lo único raro era que notaba un dolor suave pero constante en la cintura aunque al principio creí que pudiera ser por dormir en mala posición o algún movimiento brusco. – Ya se me quitará.- me dije
Pero qué si no. Se me quitará será mi sombrero. Para las 11 de la mañana ya no podía estar sentado, ni parado, ni acostado. Hasta traté de ponerme de cabeza a ver si se me quitaba. No era la primera vez que sentía un dolor como ese, así que tuve que reconocer que tenía un esplendoroso cólico nefrítico acompañándome el domingo. Llamé a un doctor y le pregunté que pastilla comprar, y él con total sinceridad me mandó al hospital. Yo quería unas pastillas para el dolor, un par de tragos o algo así tipo remedio casero, pero él no se anduvo con contemplaciones. Es que la verdad me da miedo los hospitales.
Convencido de que tenía que decir presente en la emergencia de un hospital, llamé a un compañero del trabajo para que me llevara porque yo calculaba que ya no podía ni manejar. Ahora que lo pienso a lo mejor debí manejar yo, porque hubiera llegado en la mitad del tiempo. Total, que nos presentamos en la emergencia de la “Clínica Metropolitana”.
Me recibe el encargado de canalizar a las personas con seguro médico. Impresionantemente amable pero con una expresión en la cara que yo leí como: “Me importa una mierda que se sienta morir, aquí nadie lo cura hasta que no complete y firme los 5 formularios que le estoy dando”. Pero todo eso acompañado de una sonrisa por lo menos.
A esas alturas del día ya había sacado unos cuantos litros de sudor cortesía del dolor, y estaba a punto de darle con la cabeza a la pared. La primera enfermera que me atendió me preguntó donde era el dolor, le explique que en la espalda a la altura de la cintura, no se en que momento me entendió ella que en el pecho. La cosa es que llega la otra enfermera con un doctor, los dos corriendo preguntando por el joven que tenía dolores cardíacos y se dirigieron a mí. Con el respeto de la concurrencia pero, “no me chinguen”, en pleno dolor y con esos sustos no va uno muy lejos. Les aclaré que no era yo. Por lo menos gracias a la confusión me atendieron bastante rápido.
Luego de tanta cosa al fin me pasaron a una habitación donde me pusieron un calmante intravenoso, pero resulta que son meros tacaños con las drogas en los hospitales porque tardó como una hora en hacerme efecto el condenado. A mi se me hace que diluyen los calmantes para que abunden. Cinco horas después, una placa de rayos X, una ecografía y una tomografía de por medio, apareció el urólogo con una cara de felicidad que no pude menos que sentirme ofendido. Por envidia de rebote, es decir, como puede este señor tener esa cara de alegría mientras yo estoy pariendo burros. Perdón por la expresión. Si no fuera suficiente me dice en plena carcajada que estoy sintiendo el “parto de los hombres”, pues que de a huevo me dije yo, a ver como le ponemos al niño. Claro, el eficiente doctor se reía con el chiste de lo del “parto de los hombres”, pero el que estaba pariendo era yo, así que se ría cualquiera. Según me dijo el respetable doctor, la causante de mis males era una “pequeñísima piedra”, un “cálculo renal de minúsculas dimensiones” creo recordar que fue su descripción exacta aunque eso es lo de menos porque para mí era como si mis conductos urinarios estuvieran expulsando al volcán de agua, que había bloqueado mi riñón produciendo el dolor de la mañana, luego había bajado por el uréter, produciendo el dolor de la tarde, estaba a punto de llegar a la vejiga produciendo el dolor de principios de la noche y que tarde o temprano llegaría a la uretra y eventualmente ser expulsada por mis partes nobles produciendo el respectivo dolor cuando eso ocurriera, fuera cuando fuese y según el doctor en cualquier momento de la noche. Así sin más, sin decir nada más y en plena risa me largó para que fuera a contarle mis penas a quien me quisiera escuchar. Me dio medicinas y me recalcó que debía estar pendiente con mi orina para sacar de allí la famosa piedra cuando esta desgraciada decidiera salir.
Para no terminar de aburrirlos, resulta que después de una hora esperando a que estuviera listo el papeleo del seguro para poder salir de la clínica llegué al hotel como a las 10 de la noche, cargado de medicinas, un urinal y varios litros de agua. Cerca de las once tuvo lugar la expulsión, y después la repulsión porque tuve que meter los dedos en la orina para sacar de allí la condenada piedra que hasta inofensiva se miraba la infeliz pero bien que me tuvo sufriendo todo el día. Hay cosas de las que no me enorgullezco y esa es una de ellas.
Así pasó el día que sentí el “parto de los hombres” según el doctor. Aprovecho para agradecer a Elio y a Víctor que fueron los amigos que me acompañaron en semejante travesía. Por lo menos la historia tuvo un final feliz al día siguiente, que me lo mandaron de reposo y me quede el día en cama viendo todas las Star Wars. Una tras otra. Todavía estoy pensando que nombre ponerle a la piedra, que la tengo dentro de un frasco en mi escritorio. Si alguien tiene sugerencias en cuanto al nombre, las escuchamos. Estaba a punto de ofrecerles mis disculpas por un post tan egocéntrico pero mejor no, después del dolor de ese día me considero con el innegable derecho a quejarme y a contarlo dramáticamente, además de esperar a que me manden mensajes de aliento y que me consientan aunque sea por aquí, jajajaja.